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Trabajando como restaurador de piezas arqueológicas de las culturas precolombinas del área de Azuero, Agustín Mendoza decidió tomar esa influencia y aplicar lo que hacía con las huacas al arte moderno: tomar esos desgastes accidentales que se perciben en piezas precolombinas una vez son desenterradas, que afectan su color y textura, y aplicarlos en sus obras, mostrando objetos antiguos de una manera impresionista que impacta y conmueve. Sus figuras humanas, más llenas de misterio, son una extensión natural de este proceso.

Su primer cuadro lo hizo a los 40 años, sin saber ni siquiera qué era “arte moderno” o técnicas de la plástica. Toda su instrucción ha sido autodidacta y ha destacado en tres ocasiones en el prestigioso certamen Roberto Lewis, organizado por el INAC, al igual que en el concurso de Arte del Trabajador del Instituto Panameño de Estudios Laborales. En países vecinos como Costa Rica, incluso, ya es considerado como un maestro vivo de la talla de un Tamayo, un Picasso o un Lam.

Este pintor ve el arte de los demás y no le interesa copiar a nadie. Él es muy franco y admite que, sea nacional o internacional, no invierte su tiempo tratando de emular lo ajeno, prefiriendo desarrollar su estilo propio. “Lo más malo en la vida es copiar a otro. Para eso uno tiene cerebro”, afirma el pintor con convicción.

Con exposiciones en Panamá, Honduras, Costa Rica y Estados Unidos durante su larga carrera, Mendoza admite que el artista no pinta para él, sino para el público. También comenta que el pintor suele tomar su mejor cuadro y lo guarda para sí mismo, como un recuerdo de su mejor momento como artista. Pero con la honestidad que lo precede, este pintor dice que esto no le ha pasado todavía, razón por la cual sigue y seguirá pintando lo que su instinto y su corazón le indican.

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